lunes, 17 de septiembre de 2012

EL CRIMEN DEL PADRE AMARO


Quiero comenzar, sin ambages y sin preámbulo alguno por denunciar la artera agresión contra el bloggero Raf11tha, por “porros” del PRI en Tijuana, así como la desaparición de Ruy Salgado @el5anto, amenazado por el Gobierno Federal de colaborar con Anonymous. Porque al cumplirse un aniversario más del inicio de la Guerra por la Independencia de México, el recuerdo del grito del Padre Miguel Hidalgo, solo es un pre-texto, un estado catártico de desahogo, un instante de euforia delirante, para mantener en la simulación, el estado de dependencia que prevalece en México, en la antesala de la restauración de la dictadura del PRI.
Sin más ánimos por el momento, que el intentar procurar la reflexión, haré de la reseña de dos películas mexicanas recientes, El crimen del Padre Amaro (2002) y La ley de Heródes (1999), un ejercicio de ilustración y del recuerdo de lo que mas daño ha hecho a la nación mexicana: el PRI y la Iglesia Católica –“Si en este país hubiera democracia, el presidente usaría sotana”-  Tomados de la mano, derribadas las salvaguardas que las Leyes de Reforma y el espíritu de la Constitución de 1917, impuso como pasaje a la libertad soberana, el PRI y la Iglesia Católica se han reunificado alrededor del poder del monopolio de las comunicaciones TELEVISA, para que una vez sancionada legalmente la compra de la Presidencia, todos ellos, disponerse a fortalecer privilegios, incrementar riquezas y mantener hegemónicamente el poder, a través de la tiranía de las mayorías y mediante el recurso del miedo.
Comienzo por El crimen del Padre Amaro, por la simple razón de esta cinta se transmitió el pasado domingo. Película multipremiada, es el retrato de un clero amoral, coludido con intereses turbios como los del narcotráfico y fundamentalmente interesado en defender su fortuna y privilegios. Película que exhibe a una jerarquía eclesiástica descompuesta y corrupta, donde, la obediencia de los sacerdotes a sus propias reglas queda supeditada al imperio del dinero, la coerción espiritual o al chantaje político. No es una descripción lejana a la imagen de la jerarquía eclesiástica que tienen muchos mexicanos.  Pero no es esa descripción,  la que preocupó al Episcopado Mexicano y a la corte de fanáticos que respaldaron sus quejas contra la película, sino que fueron dos escenas que, vistas en su contexto, resultan menores: el de una beata desquiciada que alimenta gatos y venera monstruosidades; y la escena  cuando el Padre Amaro cubre a su enamorada con el manto que le habían regalado la mojigata esposa del Presidente Municipal,  para adornar la efigie de la Virgen que tenía en la iglesia. Se trata de escenas que ayudan a ilustrar el delirio de  personajes que, con su extravagancia a cuestas, resultan absolutamente verosímiles. 
Sin embargo los impugnadores de la película no se han quejado de la descripción que en esa cinta se hace del deterioro ético de los sacerdotes allí retratados.  No se han incomodado porque a la jerarquía de la iglesia católica se la muestre convenenciera y corrupta. A los prelados y a sus voceros, no les incomodó la historia del párroco que con tal de construir un hospital acepta recursos del narcotráfico a sabiendas de la naturaleza de ese dinero, “Hasta los santos cometen errores, lo importante es reconocerlos” dice el prelado al que interpreta Ernesto Gómez Cruz. Pero en la película, como en la vida real, la iglesia no castiga los errores de sus ministros. Ese pragmatismo del clero, que pronto deviene en cinismo, es descrito de una manera tan congruente y clara que resulta fácilmente identificable con realidades que todos conocemos.  Ese es el auténtico pecado del Padre Amaro. La verdadera falta de la cinta radica en su demoledora verosimilitud.  
Una dirección impecable de Carlos Carrera, logra hacer del espléndido guión de Vicente Leñero, a partir de la novela de Eca de Queiroz, una película cinematográficamente sólida, producida por Arturo Ripstein. Gracias a los destemplados enconos que ha suscitado, ahora es además una película política y moralmente acreditada. El reparto es excelente. El padre Benito, protagonizado por Sancho Gracia, es el cura mandón y acomodaticio que puede encontrarse en centenares de pueblos y en no pocas parroquias urbanas. Rígido en asuntos veniales y complaciente ante grandes pero redituables pecados. Su amistad con la mujer que satisface sus apetitos gastronómicos y carnales (Angélica Aragón) forma parte de la red de complicidades que sostienen el trato entre la parroquia y sus feligreses.  Y qué decir de Dionisia, la loca del templo (Luisa Huertas) en un papel que merece un aplauso especial.  O del presidente municipal, un muy creíble Pedro Armendáriz que despotrica contra la influencia del poder de las sotanas pero que cuando considera que hace falta se allana convenientemente a ellas. Esos personajes son estereotipos de muchos otros que todo ciudadano hemos conocido o de los que hemos tenido noticia. Sacerdotes que tienen amantes, devotas perturbadas entre el incienso, la soledad y el fanatismo, jerarcas eclesiásticos capaces de tasar los pecados en pesos o dólares, gente del pueblo soliviantada por la iglesia en contra de quienes la desatienden o cuestionan.
Pero además, se trata de personajes de carne y hueso. Los curas de la película se entusiasman con el futbol, beben y bromean, sufren y fornican. Alguno de ellos se duele de la obligatoriedad del voto de castidad. “Ay, hijo, es más fácil que haya un Papa mexicano a que la iglesia suprima el celibato”, dice uno de los más curtidos. Justamente, los dos protagonistas éticamente más auténticos de la película son aquellos que no se avergüenzan de sus pasiones   Uno de ellos es el joven periodista (Andrés Montiel) sobre quien se alza la cólera de una jerarquía eclesiástica herida cuando son develados algunos de sus negocios. Todo lo contrario es el editor del periódico que admite que las informaciones escandalosas le sirven, porque así vende más ejemplares.
El otro personaje es el cura comprometido con los campesinos con los cuales ha sido enviado a vivir en una aldea lejana. El padre Natalio había elegido su vocación antes de que fuera puesta a prueba. Su adhesión a la teología de la liberación permite ubicarlo dentro de las tensiones reales que trastornan a la iglesia, pero en su actitud no hay falso voluntarismo.  Ubicado en una zona donde el narcotráfico se extiende con todas sus consecuencias corruptoras y criminales, Natalio muestra una fría serenidad ante vicisitudes que no le toman por sorpresa. Estupendamente protagonizado por Demian Alcazar, ese personaje está con los pobres más allá de la oración y se niega a predicar una falsa resignación ante la violencia. Natalio tiene una integridad de la que carecen casi todos los demás que se muestran en la cinta: es el único consecuente con su vocación y sus principios.
Gael García Bernal representa a un Padre Amaro que se deja llevar por acontecimientos que nunca alcanza a controlar. Se trata, como todos los demás, de un personaje que encuentra la oportunidad de hacer elecciones vitales que le acarrearán sorpresas, consecuencias y costos.  El cura recién ordenado que llega con los ojos muy abiertos y el futuro despejado al pequeño pueblo de Los Reyes, exhibe la frescura y el candor de sus 24 años. Todo le resulta fácil, incluso a la hora en que está en riesgo su carrera sacerdotal. El encuentro con la joven Amelia tendrá consecuencias -un embarazo, un aborto y la muerte de la adolescente- pero la trama no se limita a ese pecado. Antes de ello el relato cinematográfico se beneficia de la lozana coquetería y el también bisoño fanatismo de la muchacha, pulcramente interpretada por Ana Claudia Talancón.
Hay que resaltar que El crimen del Padre Amaro no se burla de las imágenes ni de los símbolos religiosos. Lo que a sus detractores les han parecido transgresiones o faltas de respeto, son situaciones inherentes al mundo colmado de insensateces que llega a existir en el ámbito de una pequeña parroquia.  El crimen del Padre Amaro se burla de los curas tramposos… permite que los mexicanos reconozcan la vertiente aciaga, contraria a las actitudes piadosas, que existen en la iglesia.    

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